Tanto en tan poco



Primero lo primero. The Queen Is Dead (1986) es el disco más trascendente en la carrera de los Smiths. Una lista de canciones envidiable, un desempeño instrumental inobjetable y la sensación de estar frente a una de esas obras sin fisuras dan forma a un compendio de canciones que hoy podría ser catalogado como un “Lo mejor de…” casi sin objeciones. Sin embargo, el tercer álbum de la banda de Manchester no es más que una de las aristas de una carrera brillante y difícilmente repetible.

Con cuatro discos impecables en apenas cinco años, The Smiths representa como banda el ideal del estrellato: talento irresistible, seducción, efervescencia y, por supuesto, fugacidad. Parodiando a íconos de la cultura pop como Marilyn Monroe o James Dean, el grupo cumplió a rajatabla la máxima de Jim Morrison y su “vivir rápido, morir joven y dejar un cadáver bonito” y en sólo un lustro inscribió su nombre en la historia del rock.

En ese corto viaje, las melodías y armonías de la pareja Morrisey-Marr, el revisionismo preciso (y precioso) de una variada gama de géneros y el componente dramático de la música del grupo, transformaron a los Smiths en un punto nodal en la historia. Un fenómeno trascendental que logró ir más allá de su tiempo y dio forma a un estilo asociado directamente al nombre de la banda.

Ese estilo es el que se percibe como nunca en las diez canciones que componen The Queen is Dead. Sin ser superior a sus antecesores -The Smiths (1984) y Meet is Murder (1985)- o al posterior Strangeways, Here We Come (1987), el disco muestra la plenitud del grupo como instancia de encuentro de las diferentes individualidades y está impregnado por una sensación de madurez y confianza-en-sí-mismos que se despliega en el devenir de las canciones.

De esta manera, la performática de Morrisey y el desarrollo de su lírica (con “There is a Light that never goes out” como punto cúlmine), la sapiencia y simpleza de Marr a la hora de plantear las guitarras, el histrionismo del bajo de Rourke y el humanismo de la batería de Joyce -en tiempos de pop hecho a base de sintetizadores- conforman una unidad a partir de la singularidad de cada miembro que determina el sonido del disco de principio a fin.

No hacen falta más elementos cuando lo fundamental radica en el valor expresivo de la canción. Ese es el concepto de Morrisey y Marr, quienes demuestran que en términos musicales hablan el mismo lenguaje. La voz y los gestos del cantante funcionan como elementos distintivos que las guitarras encargan de moldear desde atrás. Los arreglos aparecen sólo para dialogar con los juegos vocales. El bajo y la batería se acoplan a esta historia de amor y completan el espectro. La mesura, en definitiva, se impone como método.

Sin embargo, más allá de todo, la música de los Smiths está asociada a una determinada manera de ver el mundo. En un contexto marcado por la música sintética y la hegemonía de la frivolidad, The Queen Is Dead supo resignificar los orígenes del rock, el pop de los ’60, las baladas y la esencia del post-punk y se convirtió en una toma de posición clara respecto de la cultura, la política y las formas de entretenimiento de toda una época.

Quizás por eso, este disco sea el que represente de manera más acabada el imaginario de los Smiths; aquel que a través del humor, el drama, la ironía y las (más hermosas) canciones, logró enfrentar sus propias condiciones de producción para dialogar con su presente de manera directa y terminó convirtiéndose en un estilo con nombre propio.


Este artículo fue publicado originalmente en el número 8 de la revista Whatever.


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