La fiesta de las formas



“Antes lo que tenía de bueno el rock es que era todo nuevo e implicaba una nueva forma de vida. Ahora es distinto: se trata de ver en qué contexto se ubican las cosas del pasado para que se conviertan en algo nuevo. Es otro tipo de ejercicio, tiene que ver más con la estrategia y con la táctica –con el conocimiento histórico. Lo otro tenía mucho más que ver con el salvajismo de ser algo diferente y de no usar nada de lo que había estado presente hasta ese entonces. Si tuviera que elegir, prefiero ese estado sin historia. Sin embargo, me parece que ya es inevitable”.

Eso dice Daniel Melero en la página cuarenta y uno de Ahora, Antes y Después, un libro testimonial editado hace poco por Gustavo Álvarez Núñez. Y si bien esa declaración tiene al menos diez años y parece imponente, hoy -al borde del Armageddon maya- esas palabras suenan absolutamente contemporáneas y remiten a varias discusiones sobre el estado actual de la música. Sin embargo, el sinceramiento y la resignación de Melero poco tienen que ver con el ideal de progreso y evolución permanente que se desprenden, por ejemplo, de ese gran libro de nuestro tiempo que ya es Retromania, de Simon Reynolds. Antes que defender un futurismo descontextualizado, supuestamente inherente a la esencia y al espíritu transformador del pop, Melero es consciente de la Historia y de su peso sobre el presente. Algo “inevitable”, sí, pero no inmovilizador; incapaz de frenar el impulso creativo de un tiempo que tiene la suerte y el desafío de convivir con todos los tiempos y todos los espacios. O, acaso, -y parafraseando a Charly García- en este momento en el que la novedad dista de ser un valor fundamental en la música pop, ¿qué se puede hacer salvo seguir escribiendo canciones?

Difícilmente los Anticasper piensen en algo de todo esto mientras ensayan y manufacturan su mundo privado, pero lo cierto es que su música recrea esta discusión en cada una de las aristas de su primer LP. Porque Armónicus Daltónicus no sólo es una muy buena carta de presentación formal -después del primer intento que significó el EP Venado Tuerto-, también es un universo en sí mismo; un conjunto de relatos y unidades de sentido que, con ciertas coordenadas que se van trazando a lo largo de las canciones, logran tejer una trama compleja que, sin embargo, nunca deja de percibirse como espontánea y sincera. Gracias a eso, desde el comienzo con “Qué rica la ensalada” hasta el último acorde de “EPEC”, todo suena coherente aún en la incoherencia. Todo responde a una misma visión de la realidad (de la vida) y de la música, más allá de las formas elegidas para la particularidad de cada canción. Y eso puede rastrearse en distintas elecciones y procedimientos que definen el sonido del álbum: la sobreexposición y el trabajo sobre la batería; la profundidad de las notas del bajo -a veces monolíticas, a veces melodiosas-, siempre sosteniendo todo; el andamiaje de guitarras acústicas, eléctricas, brillantes, podridas, monstruosas. Son todos detalles que dicen tanto como las letras y los acordes pero, fundamentalmente, son rasgos capaces de hacer de cada canción un momento único.

Ese es, con seguridad, el mayor logro de este álbum debut y la clave detrás del éxito que puede tener Armónicus Daltónicus en oídos vírgenes. Más allá de las huellas de Bowie, la Velvet, Pavement, Blur, Radiohead o los primeros Talking Heads, cada canción logra trascender como algo irrepetible, como una conjunción de distintos elementos que, en el espacio compartido, dejan de ser préstamos más o menos involuntarios para convertirse en pequeñas estrategias que buscan generar eso mismo que los propios Anticasper han sentido con infinidad de canciones. ¿Qué son, sino, el solo de “Mejor así”, la psicodelia funkie de la sección intermedia de “Sé mi mujer”, el final rallentado de “Lagañas en los ojos” o la impostación de la voz en “Qué negro es el caucho”? Los ejemplos se multiplican. Todas las canciones tienen algo que las hace especiales, entrañables. Un arreglo, un coro, una combinación de palabras. Lo que esté a mano para hacerle frente a la monotonía. Como algo surgido desde el propio hecho de tener una banda y cagarse de risa en el intento. Y encima, con un sentido del humor tragicómico, absurdo, irónico, completamente transparente.

Por eso, Armónicus Daltónicus puede ser fácilmente emparentado con un álbum como el primero de Los Reyes del Falsete. Ambos son discos que tienen una lista interminable de reminiscencias posibles, sin embargo, cada uno de ellos muestra el espíritu particular de una banda que no es como cualquier otra. Y eso es, precisamente, Anticasper. Una banda que elige seguir haciendo canciones. Pero no cualquier tipo de canciones, sino aquellas que, aún hoy, son capaces de sorprender en todo momento y consiguen multiplicar sonrisas y muecas de incredulidad a partir de un gesto exagerado en alguna de las guitarras o un corte interminable de batería. Algo que, además, tiene una continuidad inmediata en una lírica que elige hablar del Winning Eleven, de Rambo o de los comentarios de Internet para hablar de cosas más grandes y al mismo tiempo más tangibles gracias a ese tipo de metáforas. No hay miedo al ridículo ni tampoco una búsqueda permanente de la “referencia a…”. Simplemente, una manera particular de decir y de tocar que, en realidad, no es más que una excusa para seguir haciendo música divertida y emocionante.

Pero gracias a esa motivación intrínseca, Armónicus Daltónicus se convierte en una fiesta de la(s) forma(s) bajo sus propias condiciones. Las infinitas sobregrabaciones y paneos de guitarras, las distorsiones, las armonías vocales y las frecuencias recortadas en los platillos y en los cuerpos de la batería dan cuenta de un proceso minucioso y detenido, fundamentalmente guiado por la intuición y por una idea empírica de lo que “queda bien”. Pero más allá de las especificidades técnicas, lo que se deja en claro es la intención de encontrar una identidad propia en esa danza de acoples, efectos y ritmos atresillados. Que el bajo siga las enseñanzas del dub y de Colin Greenwood en partes iguales o que las guitarras puedan asociarse al toque cansino de Lou Reed y a la furia textural del hardcore no es producto de la casualidad. Escuchando las canciones de Anticasper queda claro que la música no necesita ser nueva -ignota, original, nunca antes escuchada- para ser especial o imponente. De hecho, muchas veces (como ésta) puede ser más interesante dejarse llevar por la curiosidad o por la posibilidad de que ciertos factores aparentemente opuestos puedan generar algo más poderoso a partir de la convivencia. Algo nuevo ya no desde la linealidad del progreso, sino desde la riqueza de lo diverso y lo intertextual.

De todas formas, y aún con todos esos ingredientes, Armónicus Daltónicus no alcanza para dar cuenta de lo que puede ser Anticasper hoy, ahora, en cualquiera de sus shows. El disco fue grabado de manera dispersa entre finales de 2011 finales del año pasado y mediados de 2012, con un proceso paralelo en el que la banda consolidó su formación definitiva. Entonces, no deja de ser un álbum que mira hacia el futuro desde una construcción que forma parte del pasado. Es el cierre de una etapa anterior de la banda pero supone el inicio de otra. Y si bien la gran mayoría de canciones que se escuchan en los recitales de Anticasper forman parte de Armónicus Daltónicus, hay una dinámica y una energía construida por los músicos que no alcanzó a ser plasmada en la grabación. La adrenalina de “Supermás”, el clima épico de “El valiente” o el contraste de partes en “Internacional soccer” son, en vivo, algo mucho más tangible y contundente. Sin embargo, todo este desajuste no deja de ser una buena noticia. O dos: por un lado, confirma que el camino de los Anticasper está lejos de la caducidad, convirtiendo al destino de la banda en algo ciertamente incierto; y por otra parte, más allá de cualquier discusión, deja en claro que la música es una fuerza viva que puede seguir sorprendiendo en todo momento. Lo importante, en definitiva, es que un grupo de personas decidan construir su propio mundo de canciones.


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